Comentario
La terminación a lo largo del siglo XIX de los procesos de construcción de los Estados europeos; la nacionalización de la política y su general socialización; el progresivo control de las maquinarias estatales sobre los distintos territorios y sociedades nacionales; la paulatina integración física y económica de regiones, comarcas y ciudades en cada nación; la extensión de sistemas de educación unitarios y comunes y de los medios de comunicación de masas; el creciente papel de las culturas nacionales como factor de homogeneización y cohesión social, todo ello hizo que fueran cristalizando gradualmente en los distintos países europeos, unos sentimientos, una voluntad y una conciencia colectivos verdaderamente nacionales, esto es, sentimientos de orgullo y nacionalidad, teorías de lo nacional, ideales nacionales y concepciones emocionales de la propia identidad nacional.
En otras palabras, el nacionalismo se había ido convirtiendo de forma lenta pero evidente en el principal sentimiento de cohesión de los países y sociedades europeas, y en el principio último de la legitimidad del orden político. Pero el proceso cristalizó fundamentalmente en la segunda mitad del siglo XIX y conllevó cambios en la misma significación política del nacionalismo. En efecto, el nacionalismo de la primera mitad del siglo XIX -casos de Grecia, Polonia, Hungría, Italia y aun, Alemania- había estado asociado, en general, a las ideas del liberalismo y a las exigencias de libertades constitucionales y civiles e independencia política. Pero, a partir sobre todo de las revoluciones de 1848, el nacionalismo se había ido impregnando, de una parte, de valores tradicionales, históricos, dinásticos y, en algunos casos, militares, que fueron los valores que inspiraron los nacionalismos más o menos articulados de los Estados ya constituidos -y de algunos que se constituirían entonces, como Alemania y Hungría-, y que impulsaron, en los últimos años del siglo XIX, los imperialismos coloniales de los países europeos (con la excepción de Gran Bretaña, cuyo imperio no se basó en un verdadero nacionalismo político).
Pero de otra parte, el nacionalismo había ido haciendo de elementos de diferenciación cultural -la lengua, la etnicidad, la religión- el fundamento de la identidad nacional. El resultado fue la generalización del hecho nacionalista, porque lo que se seguía de ello era que cualquier grupo o colectividad que, por razones culturales o étnicas, se considerase a sí mismo como una nación, pretendería tener derecho o a la autonomía, o a la autodeterminación, o a formar un Estado independiente para su territorio. Esa concepción étnico-lingüística de la nacionalidad inspiró los movimientos de las nacionalidades o minorías del centro y este de Europa enclavadas en los Imperios Austro-Húngaro, Otomano y Ruso (croatas, serbios, húngaros, rumanos, búlgaros, macedonios, checos, polacos, eslovacos, ucranianos, finlandeses, estonios, letonios, lituanos), y de irlandeses, catalanes, vascos y flamencos en la Europa occidental.
Más aún, desde finales del siglo XIX, el nacionalismo de Estado o nacional fue asumiendo, como enseguida se verá, formas agresivas e intolerantes, identificándose con ideas de grandeza nacional, expansionismo militar y superioridad racial, y con políticas autoritarias, populistas y antiliberales. Y al tiempo, el nacionalismo de las minorías mencionadas -y algunas otras, como armenios, georgianos, kurdos o judíos- provocó a partir de entonces y hasta el final de la I Guerra Mundial, la primera gran etapa de movilización étnicosecesionista de la historia europea (pues anteriormente, muchos de aquellos nacionalismos no habían sido sino pequeños núcleos de intelectuales sin apoyo popular significativo). El nacionalismo irrumpió, además, en Asia y África.
El nacionalismo había transformado ya antes el mapa de Europa, como probaban los casos de la independencia de Grecia (1829), Hungría- (1867, dentro de la monarquía dual austro-húngara), de Rumanía, Serbia y Bulgaria (1878), y los casos de las unificaciones de Italia (1870) y Alemania (1871). Pero fue entre 1880 y 1914 cuando el nacionalismo cristalizó como principal factor de desestabilización de la política europea e internacional. Por lo menos, en tres sentidos: 1) como ideología y movimiento político de oposición radical al sistema liberal en nombre del Estado, de la nación o del pueblo, y en defensa de principios tradicionalistas y orgánicos (la comunidad, la raza, la religión); 2) como factor de inestabilidad y disgregación de Estados o Imperios unitarios; 3) como causa de tensiones y conflictos internacionales: los Balcanes fueron el polvorín de Europa entre 1910 y 1914, y el problema de los nacionalismos en esa región fue una de las causas de la I Guerra Mundial.